Corrida en general bondadosa pero decepcionante de Jandilla, con solo un tercer toro bravo
El torero peruano, a gorrazos con dos toros babosa
Despedida triste de Cayetano delante del mismo público que lo adoptó un día como torero predilecto
Pamplona, viernes, 12 julio de 2024. (COLPISA, Barquerito)
Pamplona. 8ª de San Fermín. Lleno. 19.721 almas. Soleado, fresco, ventoso. Dos horas y media de función.
Seis toros de Jandilla (Borja Domecq Noguera)
Cayetano, silencio y silencio tras aviso. Roca Rey, oreja tras aviso y oreja. Paseado a hombros y sacado así por la Puerta Grande. Pablo Aguado, que sustituyó a Morante, una oreja y silencio.
DOS HORAS Y MEDIA EN los toros. No porque la corrida de Jandilla fuera compleja -casi todo lo contrario- sino por una razón más que evidente: la extraordinaria cantidad de tiempos muertos y la cargante escenografía que acompaña y reviste de aura hueca a Roca Rey en Pamplona más que en ninguna otra parte. Tiempos muertos gratuitos en el primer tercio: a los dos toros se fue el torero limeño a esperarlos a la puerta de toriles y, antes de hincarse de hinojos para librar la larga preceptiva, hubo una aparatosa demora para que la caminata desde el burladero de capotes a la boca del lobo pareciera lo que no era: una suerte más. Y tiempos de espera en dos faenas de seguros logros cuyo primer muletazo tardó mucho en llegar.
Al tiempo devorado se vinieron a sumar dos circunstancias: primero, la resistencia o el pánico escénico a tomar el verduguillo para hacer rodar al inofensivo segundo toro de Jandilla, que embistió como el carretón de entrenar en las escuelas y tuvo muerte resistida mientras Roca le tocaba las palmas como si, a pesar de haber cobrado en el caballo dos meros picotazos, hubiera sido un toro bravo. Y segundo, tras el arrastre del quinto toro, una kilométrica, interminable vuelta al ruedo de casi cinco minutos, con reverencia final.
Tantos tiempos muertos se volvieron en contra del propio Roca: no hubo el clamor de otras veces, el coro de “¡Perú, Perú, Perú!” se dejó sentir un par de veces, no más. No cundió la petición de segunda oreja en ninguno de los turnos. Roca anduvo a gorrazos con los dos toros, aplicando distintas dosis de jarabe y, cuando sintió relativamente frío el ambiente, braceando hacia las peñas de sol reclamando apoyo. El palco tuvo sentido común suficiente para dejar en una oreja el premio del segundo toro. La segunda del quinto no llegó a pedirse. No es que la cosa fuera de sumar orejas y más orejas, pero tampoco dejó de parecerlo.
Los muletazos cambiados por la espalda fueron esta vez muy racionados. Por una razón notoria: el segundo ý el quinto, tan bondadosos, podrían haber cambiado de signo si los hubiera sometido al trato eléctrico propio de esa suerte heterodoxa derivada del toreo bufo pero ya asimilada por no pocos de los toreros punteros del escalafón. De rodillas sí hubo los momentos obligados: por ejemplo, la apertura de faena con Roca parapetado tras la muleta para no ser descubierto por golpes de viento. Y no tan obligados: tras la larga cambiada del saludo, Roca pretendió fijar al quinto con medios lances, de todos los cuales salió despedido el toro.
En el haber, además de dos estocadas hasta el puño, tandas reunidas, templadas y hasta enroscadas con la mano derecha. Pero el remate de una y otra faena, encimista, no estuvo a la altura: intentos de toreo circular inverso, un chusco desplante arrojando las armas, medios péndulos, un confuso cacareo tantas veces visto. Muy actico con el capote, pero no a la verónica. Chicuelinas de andar por casa, gaoneras sin aire, revoleras y brionesas.
El único toro de la irrelevante corrida de Jandilla que se empleó en serio fue el tercero, que vino de partida sesgando la mirada -secuela del encierro- pero embistió con la categoría propia del hierro. Pablo Aguado lo toreó muy bien, despacio, posado y encajado con naturalidad, y lo hizo por las dos manos con parecida cadencia. Tumbó al toro de estocada sin puntilla. Un toro que le habría complacido de manera especial. Cuando estaba a punto de engancharlo en el tiro de arrastre, le plantó con la mano una caricia en el lomo. El sexto fue la otra cara de la moneda. Feo con ganas, zancudo y paliabierto. Pablo se dobló con él a gusto y cuajó una prometedora primera tanda, primera y única porque el renuncio del toro vino de inmediato y sin avisar.
En la que fue su despedida de Pamplona -despedida sin previo aviso- Cayetano estuvo desafortunado y desangelado. Desconcertado por la informalidad y la mansedumbre de un cuarto descarado y demasiado rácano con el primero de corrida en una faena despegada y algo trapacera.
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Cuaderno de Bitácora.- Cosas de la salud: está siendo el año en que menos he podido merodear y pasear por Pamplona. La salud -un cansancio fuera de lo normal- y la pereza de cumplir en villavesas abarrotadas la corta distancia que separa a Burlada de Pamplona. Convertida en ciudad dormitorio irreversiblemente, Burlada conserva algunas de sus viejas esencias. La parroquia con su anteiglesia, el edificio de Larragueta, ahora castigado por un feo edificio de viviendas que se le ha adosado en la esquina de Merindad de Sangüesa, que es la calle que acaba dando salida directa a los barrios bajos de Pamplona, la Chantrea y la Rochapea. Bajos porque Pamplona es una ciudad atalaya tendida sobre el río, y al otro lado del río, bien abajo, crecieron esos dos barrios periféricos. Además del Larragueta y del Batzoki nacionalista, o de las colonias obreras, además del parque municipal con su palacete. o de las campas de La Nogaleda, cruzando el río, se conservan parcialmente conventos convertidos en centros de salud o residencias de la tercera edad. Y hay, en fin, un misterioso edificio de cinco plantas abandonado junto al convento-escuela de las Siervas de María. Hoy he averiguado que ese edificio misterioso fue la sede de Embutidos Ciganda, célebres en su día. El chorizo de Pamplona, su especialidad, fue famoso en medio mundo. Pero ya no se lleva.