El uno firma con un toro frágil una faena de recursos y expresión, y el otro, con un toro complicado, deja huella de artista mayor con un manojo de lances y diez muletazos fuera de catálogo
Azpeitia, Guipúzcoa, martes, 1 de agosto de 2023. (COLPISA, Barquerito). 3ª de feria. Nubes y claros. Templado. No hay billetes. 4.000 almas. Dos horas y veinte minutos de función.
Seis toros de La Palmosilla (José Núñez Cervera)
Paco Ureña, ovación y silencio tras aviso. Daniel Luque, que sustituyó a Morante, ovación y dos orejas, paseado a hombros. Juan Ortega, ovación y leves pitos.
EN LA CORRIDA DE La Palmosilla saltaron tres toros de pobre trapío, segundo, tercero y cuarto, con las defensas visiblemente mermadas y protestados por eso, y otros tres, el primero y los dos últimos, bastante más enteros, y de diferente traza. Se abrieron en lotes distintos. Entre los tres enteros, el primero de sorteo, bajito y relleno, rompió con codicia de salida, enterró pitones apenas tomar engaño, cobró a pulso un volatín que lo dejó medio tronchado, se empleó en un puyazo trasero, se le quedó debajo a Paco Ureña en un quite por delantales y pareció del todo inválido. Fue devuelto y se envolvió al trote con los bueyes.
El sobrero, negro zaino, gacho y recortado, entró en el cupo de los protestados por falta de trapío, pero galopó en seguida, no paró de moverse con son y, a pesar de claudicar demasiadas veces, embistió y repitió. Una zona del ruedo en la zona de sombra, demasiado enarenada, fue una trampa para los dos toros que más veces perdieron las manos: ese sobrero tan bondadoso y el quinto, un castaño lombardo y carifosco, largo y estrecho, bruto de salida y apenas picado, que galopó en banderillas y fue rindiéndose poco a poco pero sin condiciones a los encantos, el temple y el poder de la muleta de Daniel Luque, y a su privilegiado saber hacer.
Aunque pudiera parecerlo, no fue faena sencilla. En primer lugar, porque Juan Ortega había firmado pasajes de carísimo nivel con un tercer toro que escarbó, se revolvió y cabeceó en protesta continua. Con solo el recibo de capa -lances por los vuelos de admirable son y media verónica antológica, composición impecable- había dejado su sello de torero de arte y hecho buena la teoría de que es imposible torear mejor. Los doblones y el toreo andado y cambiado por bajo de la apertura de faena fueron espléndidos, pero costó hilvanar un trasteo con toro tan a la defensiva y tan sin golpe de riñón. Sueltos, hubo muletazos de calibre mayor y debidamente reconocidos y jaleados.
Con el segundo de corrida Luque solo había podido manejar la muleta como una botella de oxígeno para tenerlo en pie, muleteo a cámara lenta, de abajo arriba, y ni así. Se cayó el toro. Daniel lo tumbó de excelente estocada sin puntilla. Al soltarse el quinto, Daniel pareció sentirse desafiado por el eco levantado por Juan Ortega. Además del estímulo, la responsabilidad de haber firmado la sustitución de Morante y de haber resistido la taquilla con el cartel de no hay billetes.
Todas esas cosas prendieron lo que iba a ser una traca en toda regla, que fue por sus pasos. Daniel se llevó el toro a la zona menos arenosa del ruedo, lo fue confiando cuando se trastabilló en los primeros compases, lo tuvo a pulso en la mano, ni un tirón ni medio, los flecos de la muleta por delante, olímpica suavidad. Se arrancó con el Nerva la banda, que estaba dando su tercero concierto de la feria, y Luque pidió que callara. En silencio, la música la puso él. La elección de terrenos para traerse en distancia al toro en todas las aperturas de tanda, que fueron unos cuantas, fue clave; la llamada a la voz, también. El toreo con la zurda, despacio despacio. Los remates de pecho, también. Se puso mucha gente de pie. Un remate por trenza enrocada y una estocada arriba. Rodó el toro en cosa de segundos. Locura colectiva.
Y ahí se acabó la corrida y la feria, pues el sexto, bronco, descompuesto y pegajoso, pegó derrotes muy violentos y se negó a paladear la medicina de Juan Ortega. Paco Ureña, todo querer con el buen sobrero, se embarcó en kilométrica faena con un cuarto que, la mano izquierda lesionada, celoso y sin descolgar, no quiso nada en la distancia corta. Un opaco trágala.
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Cuaderno de Bitácora.- He visto cambiar Azpeitia a lo largo de casi cuarenta años de visita. Crecer la ciudad a lo llano y a lo alto sin perder nunca la referencia del río, que es su nervio vital. Casas de pisos que trepan por las primeras rampas del Izarraitz. Caer el puente del tren de Urola a la altura de Garmendipe. Desaparecer el tejido industrial y poblarse poco a poco el camino de Loyola en la margen izquierda del río cuando se desmanteló la serrería de Azkue. Despoblarse al mismo tiempo los conventos de la avenida de los tilos.
El edificio neogótico de las Esclavas se está convirtiendo en un bloque de apartamentos no sé si de lujo. Lo que menos ha cambiado ha sido la ciudad vieja, el recinto amurallado de Soreasu, cualquier de los dos arrabales, la parroquia, la plaza de toros. Mercado nuevo en la plaza mayor. Rehabilitación de las casas nobles: la de Altuna, la de Anchieta, Basazábal. Los paseos fluviales, saneados. Muelles sobre la fronda, paisajes mutantes.
Y el misterio sin resolver. La mole del Hotel Arteche en el mismo centro del pueblo. Deshabitado desde sabe cuándo. De siempre y hasta hoy.
Sigue todavía la tómbola de El Riojanito. Antes, en la plaza Mayor. Ahora, en el patio de la Ikastola pública, junto a las atracciones de la feria que aquí se llaman "barracas". Los coches de choque, el Rodeo, el King Kong y Alcatraz, donde se debe pasar pánico, miedo a volar.