Convirtió la plaza en un manicomio, decían los clásicos
Con un toro reservón y hasta incierto, el torero de la Puebla se entrega en un trasteo de tanto valor como inspiración y sentido del toreo como un arte singular. Obra maestra
Sevilla, viernes, 23 septiembre de 2022. (COLPISA, Barquerito) 1ª de San Miguel. Muy caluroso. 10.500 almas. Dos horas y veinticinco minutos de función.
Seis toros de la familia Matilla. Cinco, con el hierro de Hermanos García Jiménez y uno. 6º-, con el de Olga Jiménez.
Morante, ovación y oreja tras un aviso. Juan Ortega, silencio en los dos. Tomás Rufo, ovación y silencio.
José Antonio Carretero se despidió del toreo, Tomás Rufo le brindó el último toro que lidió con su habitual maestría y, con la ayuda de Morante, su hija, de cinco años, le quitó el añadido, la coleta postiza, tras el arrastre del sexto. Fue muy ovacionado.
A FINALES DE MARZO, y en una tarde lluviosa de invierno en Castellón, Morante inició una revisión del toreo. Seis meses después, en Sevilla y en una jornada sofocante y de sol cegador, escribió el último o penúltimo capítulo de esa revisión. Este capítulo, con casi noventa corridas toreadas en esta temporada interminable, fue por todo. antológico y no sin su intriga.
El cuarto toro de los hermanos Matilla, muy bien rematado, salió ligeramente descoordinado. Lleva prendida la divisa muy delantera y de eso se dolería con aire de toro derrengado. No lo estaba. No llegó a caerse, ni amago de hacerlo. No se sabe si Morante hizo o no intención de hacerlo doblar con seis lances de fijar. La gente pretendió la devolución y la gresca fue sonora, pero el palco se mantuvo en sus trece: apto para la lidia el toro, que, corrido, tomó un duro puyazo fijo y empujando, la cara arriba. En un segundo de buen estilo, romaneó, recargó, pareció descongestionado. Morante sorprendió con un quite por chicuelinas en versión propia, de lentísimo giro y capote no volado sino dejado caer. Una preciosa rareza, tal vez de estreno en Sevilla.
El toro se acostó por la mano izquierda entonces, volvió a hacerlo en la brega de Lili y, pese a parecer viciado por esa mano, por ella lo pasó Morante en solo el segundo muletazo ayudado por alto y pegado a tablas. El ajuste se subrayó con un suspiro de susto. Morante abrochó tanda con una trincherilla y un natural amplio y despacioso. Fue como tocar a rebato. A renglón seguido, y todavía de rayas adentro, Morante cosió un molinete con un desplante. Fue el primer golpe de fantasía. Primero de una suerte de faena interminable, pero sin solución de continuidad. Fiel Morante a uno de sus principios irrenunciables: faena en marcha desde la primera tanda en los medios, sin parones ni gestos de más, por alto de partida, la mano baja después. Mirón y a punto de apalancarse, reservón, el toro pareció medir a Morante más que Morante al toro, que tuvo siempre en la mano a pesar de los torvos avisos, o de la manera de quedársele en las zapatillas una y otra vez sin que, impecable encaje, se le fuera a Morante ni un pie.
La emoción propia de las faenas de valor, y esta lo fue en grado superlativo, pero conjugada con el canon del toreo de arte, despacioso, ligado, traído por delante el toro con suaves toques y rematado detrás en semicírculo. Los pases de pecho que remataron tanda levantaron clamores, la gente vivió de pie el tercer tramo de faena, cuando Morante se vino al tercio y las rayas de sol para seguir sin desmayo, más firme y relajado imposible, faenando por las dos manos, y por las dos consintiendo. Cuando le pareció bastante, pidió que le trajeran la espada -no fue por ella- y en la suerte natural, pero dando la espalda a chiqueros, atacó por derecho, pinchó, volvió a pinchar y solo al tercer intento enterró una estocada entera sin puntilla. Había volado hasta el ruedo más de un sombrero de mitad de faena en adelante. La vuelta al ruedo duró sus cuatro o cinco minutos. La gente se ponía de pie. Sombreros, habanos y abanicos, unos cuantos.
Después de semejante proclama, no hubo manera de aguantar el resto de corrida. Juan Ortega estuvo abusivamente premioso y pasivo con un quinto muy parado. Tomás Rufo no se acopló con un sexto al que pegó muchas voces y toreó por fuera. Y la primera mitad de corrida pasó al olvidó de inmediato, como si Morante la hubiera borrado de la memoria común. No toda, pues al primero de la tarde, codicioso pero frágil, le pegó en el recibo siete verónicas más que canónicas, y, en el quite, tres más de menos aire y volumen. Faena ortodoxa pero repetitiva. Y larga para lo que es costumbre en Morante, vestido de verde manzana y oro, seguramente de estreno. Picado en exceso en varas y picotazos sin cuento, el segundo, nobleza pajuna, ejemplo de reducción de la fiereza al máximo grado, embestidas agónicas, fue de los de no pasar nada, y nada pasó con Ortega a la espera. El tercero, alegre y con entrega, se encontró con un Tomás Rufo afanoso, pero abusando de paseos impostados en faena abierta con buenos doblones y una tanda en distancia, pero venida a menos y castigada con tiempos muertos.