TOROSDOS

Se torea como se és. Juan Belmonte

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BARQUERITO. Escritos de confinamiento. Segunda Parte...(2)

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El texto viejo, rescatado de un pen drive perdido, es de la serie de colaboraciones para el Diario de Sevilla durante la feria de Abril. Trata
de la hermosura de un utrero de Cuadri.

Y una bitácora fresca. Entre las montoneras de libros apareció ayer una guía de las de antes. De antes de la caída del Muro de Berlín. En
el paseo perezoso de la mañana, a pie hasta la puerta de Brandeburgo. Calor de casi verano.


Salud!

 

 

DIARIO DE SEVILLA. DEL DIOS TORO. 18 de abril de 2009

No hay este año corrida de Cuadri en el abono de la Maestranza, pero sí novillada, que se jugó ayer en sitio de honor · Un ejemplar de categoría y fuerte personalidad

UN HONDO NOVILLO DE LOS CUADRI: QUEJOSO

Barquerito

SE TIENE la idea, hablando de toros, de que la hondura es privativa de la edad. Y, por tanto, que sólo puede ser hondo un toro a partir de los cuatro años. De los cuatro en adelante pero nunca antes. La hondura es una perspectiva del toro. Una manera de ser. O sea, pura morfología. Pero también una manera de verlo o mirarlo, una impresión, una sensación.

Esas tres cosas juntas, y de acuerdo con determinadas dimensiones y proporciones. Una relación armónica de volúmenes.

Se da por buena la teoría de que, para entrar en el cupo de la hondura, un toro debe ser necesariamente corto de manos y, luego, de ancha caja y muchos pechos. A los toros zancudos cuesta encasillarlos como propiamente hondos.

Sí se puede hablar del cuajo del toro zancudo. Pero no tanto de su hondura. Al toro hondo gusta verlo pegado al suelo. No conviene que sea alto de agujas y hasta se diría que la hondura es incompatible con la altura de cruz. Hondo o alto. O alto u hondo. Las dos cosas no pueden ser a la vez.

Los cortos de manos galopan por lo general mucho más y mejor que los zancudos. Un galope de toro hondo no tiene por qué ser parecido al de los felinos ni al de los caballos. Es otro el ritmo. Más pesado.

No todos los toros hondos galopan en la plaza. En el campo es otra historia, pero es que el toro del campo y el toro que asoma por el toril no parecen muchas veces el mismo animal. Los imponderables de la lidia y en particular las secuelas del tercio de varas provocan mutaciones irreversibles. Parece una perogrullada, pero un toro se ve y se mide en el último cuarto de hora de su vida. Para eso se ha estado criando durante cuatro años, cinco o casi seis.

La hondura es una característica genética, que se transmite, por tanto, de generación en generación. En algunos casos la hondura asoma precozmente. Al ver la novillada de los Cuadri que ayer se jugó en Sevilla, se hizo manifiesta esa idea de la hondura precoz, es decir, anticipada al canon de su edad. Y hubo un novillo, el primero de envío, número 48, Quejoso, negro zaino, que resultó la imagen perfecta de esa idea. Un novillo de impecable hondura. ¿Se ha dicho que la hondura es en un toro belleza? Pues eso es, entre otras cuantas cosas.

En invierno se supo que los Cuadri no iban a lidiar este año corrida ni en Sevilla ni en Madrid. La noticia fue un disgusto para quienes sienten por la ganadería devoción sincera. Para paliar en parte la pérdida, decidieron que fuera de Cuadri la novillada ya clásica de abril, la más relevante de las ocho que se venden en el abono de la Maestranza y se celebran en mayo o en junio. Como fuera de concurso. Una de las sorpresas buenas de los carteles de Sevilla ha sido precisamente la idea de repescar a los Cuadri. Con una novillada. No vale echar mano del “a falta de pan, buenas son tortas”, porque tampoco  es eso.

Lo ideal suele ser un sueño imposible, y lo ideal hubiera sido ver jugarse ese número 48 con un año más, cuatreño cumplido, o el año que viene. Imposible. Epítome de la hondura fueron las hechuras de ese novillo que parecía encampanado de partida pero que rompió a embestir con esa clase tan particular del toro de Cuadri, que es ahora mismo un encaste propio. No hizo falta ni calentarse. El toro -el novillo…- estuvo en marcha desde el primer capotazo, que no es común, porque en Cuadri suele darse de salida una personal pereza propia en apariencia del toro tardo. Dos varas, dos quites, tres lindos ataques en banderillas y, después, y en la muleta, esas embestidas largas y tupidas, seguidas, vivas y densas. Memorable

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DE PASEO. CdBitácora. 2 de mayo. 2020. Madrid

De Nueva York a Leningrado pasando por San Francisco

Fogosas dalias prohibidas

La Puerta de Toledo entre flores de cultivo

Los perros duermen

Feraz Anglona.

AL CABO DE casi cincuenta días se abrió esta mañana la veda de los paseos urbanos. Oí decir paseos “de placer” como si no todos lo fueran. El grado de placer no se mide fácilmente, pero para placer se hicieron los paseos: las avenidas de las ciudades modernas. Arrastro el vicio irrenunciable de ser vecino de barrio viejo y por eso prefiero ver las avenidas en los libros. Con la excepción de la Quinta. La Quinta de Nueva York. Cuando puse los pies en ella, sentí que paseaba por las nubes. Las avenidas paralelas de Manhattan están tiradas con escuadra y cartabón. Podrían ser idénticas pero no lo son. Los grandes bulevares de París son avenidas bien arboladas, paseos ilustrados, pero se me hacen grandes.

Cuando hablaba de avenidas de libros estaba pensando en la Perspectiva Nevski, la arteria central de San Petersburgo. No la conozco. Me pusieron en su pista las Novelas de San Petersburgo, de Nikolái Gógol. La primera de ellas, titulada La Perspectiva Nevski precisamente. De 1840. Casi dos siglos. Una trama inquietante. Urdida en torno a la avenida del Nevá, con acento en la a.

En un saldo de viejo en Badajoz compré hace diez o doce años una guía de Leningrado. De 1973, de la colección de Ediciones del Progreso, la editorial soviética de patrocinio estatal. Todavía se distinguía entonces entre las guías prácticas y los libros clásicos de viaje a la antigua manera, descriptivos, historicistas, casi científicos. Una edición en francés. Un euro. Un tomo de 338 páginas, ilustradísimo –fotos en color y en blanco y negro, la mayoría de página entera-, muy bien encuadernado y cosido, con cinta verde para marcar página. Se echa en falta un mapa.

La Nevski aparece en doble página. No sé si en todo su esplendor, porque la foto es muy pobre y rompe la armonía una calzada de seis carriles sin mediana y bien servida de autobuses urbanos y coches. La calzada se come las aceras, que son amplias. La avenida era en origen la carretera de Moscú, digamos, y eso parece. El entorno de la Perspectiva –canales y monumentos- resulta mucho más atractivo que la propia avenida, en torno a la cual fueron creciendo. En las imágenes de canales y arquitectura mayor no aparecen figuras humanas. El desierto de Leningrado. El encanto imponente de las ciudades imperiales modernas –del XVIII para acá- se asienta sobre sus mayúsculas dimensiones, capaces de perturbar o pervertir un paseo.

Cuatro kilómetros de larga es la Perspectiva. En la primera salida pautada del confinamiento no se permite pasar de un radio de un kilómetro y, si entras en el cupo de la edad vulnerable, más de setenta años, solo se puede pasear entre diez y doce de la mañana y de siete a ocho de la tarde. No había más compra pendiente que la del kiosco de prensa  y, libres de peso las manos, puse proa sin rumbo. Solo buscando el sol. Dijo un parroquiano del kiosco –con mascarillas y guantes- que el sol de cara era remedio para combatir el virus pandémico. Lo creo.

Calle de Toledo hasta el mercado; el estanco de Latina, abierto y con cola de distancias guardadas; y de Latina a la Carrera de San Francisco, el sol a la espalda, la sombra corta. También hacían cola en el Obrador, pero no en la carrera sino en la vuelta de la calle de San Isidro Labrador, a la sombra. Delante del edificio del SAMUR social estaban aparcadas en línea seis ambulancias. En un balcón de primer piso de la casa vecina estaba instalada una mesa camilla con dos sillas enfrentadas. Iban a desayunar.

La gente que acude a los Samures en busca de ayuda no guarda cola ni distancias. Tal vez no fuera la hora de servicios. Los que esperaban lo hacían al sol. La norma estricta tiene prohibido sentarse en los bancos de la calle, pero no se respeta si no están precintados. Lo he visto en Latina frente al estanco y en la zona de ambulancias. Y me he parado a contemplar San Francisco el Grande por enésima vez.

Pese a ser el edificio clave de la cornisa de Madrid, tan adulterada, ha sido muy mal tratado por un urbanismo contingente y sin escrúpulos. El templo tiene algo pesado y cargante, carece de finura. Todas sus perspectivas dependen de la cúpula y no al revés. El color de la piedra después de la última restauración es demasiado plano, un triste gris sin matices. Los dos laterales son, de un lado, un inefable pegote municipal, un Centro de Día de la época Manzano probablemente, fachada de ladrillo encarnado, y una capilla restaurada del antiguo convento que también chirría y no poco; y de otro, los restos adosados en muro de un viejo cuartel derribado hace muchísimo tiempo.

Sobre el solar, tan goloso, se acabó creando un extenso jardín de dalias. Nunca las había visto tan en flor ni tan brillantes como esta mañana. Pero la verja del jardín estaba cerrada con llave y de los muchos macizos plantados solo se veían desde la calle los cuatro de las primeras filas. El rabioso color de la dalia es puro fuego.

Pensé en bordear el jardín, pero el arbolado de la calle del Rosario no deja ver las flores. Seguí por la Gran Vía de San Francisco, que es cortita, 200 metros nada más, y de calzada casi tan ancha como la de la Perspectiva Nevski. El Ribadeza, uno de los contados garitos gallegos del barrio –cocina abierta todo el día- estaba cerrado como todos los de su género. Es un local frío, ruidoso, sin alma, pero se come buen pescado y rico caldo gallego. Se tapea de pie. La escalinata que lleva de la pequeña Gran Vía a la Ronda de Segovia estaba precintada también.

Rodeé la Puerta de Toledo, la comparé con la Puerta de Moscú de Leningrado, tan pretenciosa, y me pareció más ligera. No sé si son narcisos las flores plantadas en los dos arriates de las dos caras de la Puerta, pero, tupida alfombra amarilla, aligeran el peso del monumento y lo encarecen. Estaban precintados los plátanos de sombra de la terminal del 3, el autobús que lleva desde aquí hasta San Amaro, en el Tetuán moderno levantado a primeros de los años 50. En San Amaro había un exquisito bistrot francés de cuando la cocina francesa estuvo de moda en Madrid. Y en la Puerta de Toledo, Casa Maxi, frente al antiguo Mercado Central de pescado. Un lenguado extraordinario. No cabía en el plato. Cuando hace veintitantos años se jubiló Maxi, calvo calvísimo, se cerró el restaurante. Y poco después pasó a mejor vida el Mercado. Por el barrio siguió oliendo a pescado algunos meses. Ya no.

Calle Toledo arriba, no me he cruzado con nadie, he entrado por Humilladero –la cúpula de San Francisco se ve entera desde la esquina de la estrecha embocadura de Irlandeses- y he subido hasta Puerta de Moros y San Andrés, mole distinguida, con jardín mínimo pero gracioso. He bajado la costanilla hasta la plaza de la Paja. Menos perros que otros días. Para ellos no hay horas de confinamiento. Estarían durmiendo los dueños. La fronda del jardín de Anglona está espectacular. Ya han florecido los ailantos. La torre de San Pedro parece enderezada. Hacía más calor de lo esperado. Cansa más el paseo perezoso que la marcha ligera y a paso bueno. En la ciudad, al menos.

 

Última actualización en Domingo, 03 de Mayo de 2020 20:08