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Se torea como se és. Juan Belmonte

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BARQUERITO: Escritos de confinamiento (5) Textos viejos (4)

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El paisaje de Tirso de Molina esta mañana a la hora de mercar

De 2017, colección de postales antiguas, una visita a Calatayud, con ascenso a pie hasta sus arrabales moro y judío

Contemplación de torres mudéjares. De camino a la corrida concurso de Zaragoza. La del día de San Jorge, que este año se suspende.

Salud!

 

 

CdB 8 de abril. 2020.

Escritos de confinamiento (6)

Madrid. Tirso de Molina, el Progreso, las colas del racionamiento

La cola del Lidl de Tirso de Molina daba la vuelta a la manzana de Doctor Cortezo hasta las paredes del Cine Ideal. Eran poco más de las diez de la mañana. Todo el mundo guardaba la llamada distancia de seguridad. Casi dos metros. El silencio es el tuétano mismo de la disciplina. No hablaba nadie. Ni solo ni con el de delante ni con la de detrás. La cola del Carrefour, en el chaflán de Conde de Romanones, solo tenía tres pacientes. Tal vez las apariencias engañen. El espacio del Carrefour es mucho más amplio que el del Lidl. Dos pisos. Fondo mayor. Se reparten clientes. Lindan pared con pared.

El Carrefour se instaló hace poco más de un año en un edificio singular de otra época. De cinco plantas, con fachada acristalada en el chaflán. Unos almacenes años 30 que fueron en su día de una sola firma –los Almacenes Progreso- pero que ya he conocido como una suerte de centro comercial avant la lettre. Es decir,  comercios de distintos dueños de alquiler y variados género repartidos por cada una de las cinco plantas. Mucho vestido de mujer, complementos, zapatería…

Una sola entrada, un vestíbulo circular con tragaluz que se proyectaba sobre un patio. En torno al patio estaban instaladas las cinco galerías, una por planta, como en corrala corrida. Las escaleras antiguas fueron sustituidas por otras mecánicas, pero solo de subida. Como la señalización era deficiente, costaba encontrar el ascensor de bajada. Costaba pero lo había. Ese ascensor databa del año de inauguración del edificio. La fachada era de aire ligero, elegante y equilibrado, bien conseguido. No solo el elegante chaflán a la neoyorquina o lo lafayette. También los dos brazos laterales, de dimensiones y proporciones idénticas.

Los Almacenes perdieron el rumbo en cuanto El Corte Inglés empezó a devorar a sus pares del mercado, a absorberlos y, sin pretensión de monopolio, a irlos reduciendo, jibarizando y anquilosando. A pulverizarlos. A no dejar ni rastro ni memoria de ellos. La historia del comercio de Madrid está por hacer o por intentar hacerse. El vértigo del crecimiento del último cuarto de siglo ha sido tal que no ha habido ni tiempo para pensar en las cifras y los datos de esa historia, que ha sido un terremoto.

El pequeño, muy pequeño comercio textil, sustancia mayor de los Almacenes Progreso, buscó hueco en la vecindad de los mercados de barrio, pero a los mercados de barrio –la Cebada, Antón Martín, equidistantes-  también llegó al cabo de los años los efectos de la ola devastadora de las llamadas grandes superficies. Los tiburones son insaciables en cuanto huelen sangre.

En uno de los miniprogramas de animalitos de Radio 5 Todo Noticias escuché esta tarde un reportaje sobre la vida en los acuarios caseros. No la mera pecera, aparato siempre inquietante y posiblemente maléfico. Sino el acuario en toda regla. Los hay de muchos tamaños. En los menores no caben los peces de más de quince centímetros de eslora, pero se admiten de diversas especies. He sabido que incluso en esos ámbitos de reclusión y confinamiento los peces libran verdaderas batallas, celebran cortejos que devienen en auténticas orgías y luchan por la supervivencia para alimentarse en el plancton sin tener que depender de nutrientes de despacho. Los peces de aletas pueden comportarse como auténticos matones. El instinto agresivo camuflado baja la seductora capa sutil de una piel escurridiza y casi transparente. La mirada impasible de los peces en el agua. No la del mostrador de la pescadería. Los gastrónomos aconsejan escudriñas los ojos de los pescados antes de comprarlo para adivinar su grado de frescura.

De modo, que trasladado el asunto a forma de parábola, no solo importan la voracidad del tiburón o la inteligencia y la astucia de los pulpos, sino que la pelea entre las especies recreativas de acuarios y peceras puede ser implacable, de exterminio, la lucha por la vida.

En la Cebada, adosadas a la fachada, hay un par de mercerías, una óptica, una bien surtida floristería, una fábrica de patatas fritas –se llaman de siempre fábricas- y una tapicería. En el Mercado de Antón Martín, dentro de él o instalados en su pasadizo de Atocha a Santa Isabel –el Pasaje Doré- no hay una sola tienda de ropa, sí una cuchillería con afilador, una frutería con alguna especie exótica, un café portugués donde sirven los famosos pasteles de Belem y, en fin, esa maravillosa reliquia que es la perfumería y cuchillería de Viñas y sus ilustrados escaparates, rótulos anteriores a la erección del edificio Progreso.

Toda clase tijeras y navajas. El local es muy estrecho y, sin embargo, parece haber de todo. El mostrador, de madera, es un clásico. Las vitrinas y cajoneras de pared, huella viva de otro tiempo. En la otra punta del pasaje, la Filmoteca Nacional, antiguo cine Doré, joyita de la arquitectura decó bien restaurada y punto capital de la cinefilia del país. El cine ha dado vida al mercado cuando Antón Martín pareció tambalearse.

A espaldas del mercado, en paralelo con el pasaje Doré, la calle de Fernán Núñez es un mundo aparte. La escuela de baila flamenco de Amor de Dios ocupa parte de la planta alta del mercado y, sin tener ni que abrir ventanas, se escucha al pasar el taconeo del alumnado. O tocar castañuelas y palmas a compás del bueno. Las dos zapaterías de flamenco más afamadas están justo enfrente.

La gitanería de Lavapiés vive más dispersa que la del Rastro, la plaza de Vara de Rey y la calle de Santa Ana. Es la gitanería del mercado de anticuarios crecidos en la margen derecha de la Ribera de Curtidores, que desciende desde Cascorro hasta las rondas. El Rastro acabó absorbiendo de manera vicaria el mercado textil que ni El Corte Inglés ni sus émulos y competidores de sucesivas épocas –Zara, Mango, H&M, Cortefiel, Galerías Preciados, Primark, Sepu, los Almacenes Ideales, los Almacenes Progreso… y largo etcétera- se atrevieron a proponer ni exponer.

Mercado al aire libre, ferial –de un día por semana-, sin precio fijo. En una de las bocacalles de la cabecera del Rastro, en la calle de Juanelo, hubo un intento de instalación de mercado chino, mercado de ropa, no de animales silvestres (sic), que funcionó bastante mal, acabó cerrando de un día para otro y dejó desierta la calle como por ensalmo. Ahora tiene mejor misterio: una tahona que es escuela de panadería, un restaurante de tres tenedores, una excelente tienda de cine en DVD, una cliniquita de fisioterapia, un hostal de cuatro pisos para visitantes jóvenes y la placa de homenaje al ilustre Jovellanos, que fue vecino de la calle.

De manera que los puestos de ropa de la cabecera pudieron con la alta costura procedente del famoso Polígono Cobo Calleja, el inmenso almacén mayorista de productos chinos cito en Fuenlabrada. Un inmenso almacén de naves. Nada que ver con el anzuelo risueño y urbano de los Almacenes Progreso, cuyas tres últimas plantas se convirtieron en viviendas de uso turista a la velocidad del rayo. Las hay también en el edificio del Lidl, pero en menor cantidad, menor presencia y menor cuantía.

La plaza de Tirso de Molina ocupa el espacio de lo que fue un convento de Mercedarios –Tirso era profeso de la orden- y al ser derribado el convento tras la desamortización de los 1830, cuando el gobierno Mendizábal, se bautizó como Plaza del Progreso. El nombre aguantó hasta abril de 1939. A Mendizábal, el gran debelador de las propiedades de la Iglesia Católica en Madrid, y en el resto de España, se le erigió en homenaje una estatua de bronce con peana de piedra que enseñoreaba la plaza. La estatua fue arrastrada aquel mes de abril y hecha desaparecer, destruida, y fundida porque no pudo quemarse ni ardería.

Y ahí la cola de los partidarios del súper francés y del alemán, bien distintos. En la plaza se reparte a diario y a la hora de ponerse el sol la sopa boba para marginados y sin techo, pobres de necesidad o gente necesitada, emigrantes sin papeles. Se encarga del reparto una organización de voluntarios de caridad. Los comensales guardan el turno de fila con disciplina idéntica a la de quienes esperaban entrar en los dos súper. Se sirven y comen las cenas en silencio. Las reglas del confinamiento han dejado sin cena a los pobres del barrio. La plaza estaba tan desierta como las demás.

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CdB. Textos viejos

Bitácora

Calatayud. 20 y 21 de abril. 2017.

La más alta de las dos torres mudéjares de Calatayud es la de Santa María, que fue mezquita primero, como creo que todas las torres mudéjares de Aragón. Son casi 70 metros con campanario en la última arcada y chapitel bulboso con flecha o aguja. La idea del chapitel cristiano fue muy oportuna porque todas las crestas de las murallas y cuatro de los cinco castillos árabes están poblados de cigüeñas en esta época. Oí esta tarde contar a un paisano que tienen intención de quedarse. El guano de las cigüeñas es tan pérfido como una invasora cabalgata de termitas.

La torre de San Andrés, defendida por otro chapitel, no es tan esbelta, pero es de base más ancha –no me he parado a medirlas- y en eso se distingue. El entorno de Santa María está relativamente cuidado. El pórtico de alabastro, de innegable influencia francesa, es una maravilla. Y el tejadillo que lo resguarda, de madera pintada con motivos indescifrables, otra.

Lo ideal sería ver exentas las dos torres, pero se correrían riesgos carísimos. Los templos cristianos son, comparados con las torres, del todo irrelevante. En el de San Andrés, ha colocado un infame pegote de ladrillo de hace dos semanas para hacerle hueco a una estatua de Alfonso el Batallador, el rey aragonés que dio a Calatayud su fuero de ciudad hace nueve siglos o algo así. La estatua pertenece al aborrecible género de los bronces de dimensiones humanas, ¿hiperrealistas?, que ha hecho estragos en tantas ciudades españolas.

En la vieja plaza del Mercado –la Plaza de España, que es una rara ruina porticada- hay una estatua de una vendedora de fruta con su refajo, su mandil y su moño, su puesto y sus cestas de tomates, melocotones y borrajas. Y un letrero que dice rendir homenaje a los mercaderes. Cuando mercado, la plaza, de traza aragonesa tradicional –cuadrangular, simétrica, viviendas de dos o tres alturas con revoco de colores-, debió de ser una fiesta porque la comarca es rica en viandas de la huerta.

El Jalón es un río generoso y en sus muchas vegas, desde Alhama hasta la confluencia del Jiloca, se dan casi todos los frutales posibles y verduras muy varias. La fama la tiene la borraja, pero no solo la borraja, también los cardos, las coles, los tomates, la berenjena, el calabacín, el pimiento.

He comido en La Brasa, en el lindo paseo de las Cortes de Aragón, un pisto memorable. Tanto que me hubiera comido otro, y otro de postre. No me atreví. En la comarca se rinde culto al olivo, pero el aceite de La Brasa no era del país. El del desayuno del hotel, tampoco. El vino de garnacha, con su D.O.Calatayud, sí se cuela por todos los rincones. No es vino para tapear. Por denso, de lento beber. Pero, si no hay más remedio, se pasa. Con una muselina de ajetes y ajos que bañaba un lomito de merluza el vino del país se aviene.

No sé si La Brasa es el mejor sitio para comer de toda la ciudad. Las redes sociales hablan del Escartín, que está junto a la Puerta de Zaragoza, algo lejos del paseo, y del restaurante del Hotel del Monasterio Benedictino, al lado del Escartín, pero no he tenido tiempo para tanta cata. Llegué ayer a mediodía y no vine a comer, sino en busca de Baltasar Gracián, que nació aquí cerca, en Belmonte, orillas del río Perejiles, y, sobre todo, dispuesto a admirar las torres.

Ninguna de las dos, siendo cosa seria, llega a los niveles de las obras maestras de Zaragoza capital y, desde luego, Teruel, donde inventaron los moriscos una técnica de receta secreta. He tenido la impresión de que tanto Santa María como San Andrés están ligeramente inclinadas. El caserío del entorno no deja apreciarlo del todo bien porque la parte alta de la ciudad –no solo la empinadísima Morería o la escalonada Judería- es una madeja de cuestas y desniveles.

De San Andrés hacia los castillos son mayoría de las viviendas deshabitadas, ruinas de adobe. La judería está más poblada –hay dos o tres casitas rurales- y, aunque las casas son pobres, los suelos están asfaltados, hay escaleras y barandillas y está limpio. Se llama aquí castillos a las crestas pedregosas o calcáreas en torno a las cuales se asentó la fortaleza musulmana en el siglo octavo. La erosión eólica modeló al pie de los castillos un extraño paisaje, abrupto, inhóspito.

He subido hasta el pie del Castillo de Ayud, donde se ha reconstruido un fortín sin fundamento, y he visto, al descender por el Barrio Picado –desnivel de un treinta y tantos por cierto- que las cuevas de las faldas de los farallones han estado habitadas hasta hace poco tiempo. Todavía hay trogloditas en activo. Hay alguna casita linda, tejada, con detalles de añil o mandarina en la fachada, y ventanas pintadas de verde oliva, y sus palmeras, buganvillas y manzanos. Y un gato apostado en el vértice del muro.

Los restos de distintas murallas están salpicados a capricho. En el punto donde convergen la calle de la Morería, la del Barrio Picado y la de los Espinos se alza un chaletito mediterráneo con sus macetas de geranios. La plaza de San Juan el Viejo, desde donde se inicia la escalada al Ayud, es muy graciosa. Un caño de agua potable. Y dos mimosas de altísimo porte y rica fronda ya en flor. Algunas de las casas y cuevas tienen nombre y  dueño: La Casa del Gallego, la del Tío Jordán.

Para distinguir en razón la elegante silueta de las dos torres lo mejor es subir hasta el mirador abierto en la cota de la morería. Hacía mucho calor, sol poderoso y viento seco, pero valió la pena. El efecto óptico es de torres exentas. No son las únicas, pero sí las más puras. Las locuras del barroco cristiano se cargaron la torreo de la Colegiata en el siglo XVII; la de San Pedro de los Francos, en la rúa de Dato, amenazaba caerse en 1840 y la desmocharon casi de un día para otro; la San Juan el Real, está demasiado intervenida.

El soto ajardinado de las dos márgenes del Jalón, antes de llegar al meandro y también después, está bastante logrado. Sobre todo, el de la derecha, con una senda vallada y suavizada por una línea de álamos. Jugadores de petanca, niños en los columpios, muchos rumanos. El viento hacía sonar la fronda con un poco de melancolía. Por lo demás, descubrí que los carillones y los campanarios de la ciudad no están sincronizados. Oí dar las siete de la tarde no menos de siete veces. La primera, en el antiguo Ayuntamiento, en la plaza del Mercado. Reconocí el sonido porque el paseo de mediodía me pilló justamente delante. Luego, dejé de contar las horas. No sirve de nada.

Última actualización en Lunes, 13 de Abril de 2020 19:48