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Se torea como se és. Juan Belmonte

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Cuaderno de Bítacora de Barquerito: Viaje del domingo por Valencia

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Bitácora. 11 al 14. 03.17. Valencia.

El puerto de Valencia está escondido, hay que buscarlo. Es verdad de fe que la vieja ciudad, espíritu agreste del Mediterráneo, creció de espaldas al mar y en torno a un río tan violento como fértil. Como el amor. Si se busca el puerto, se encuentra. No es sencillo el camino. Ayer mismo. Domingo de primavera. Valencia no tiene fachada marítima. No se ve desde el mar la ciudad. Parece mentira. Tantos planos y tantas perspectivas de las cornisas árabes y cristianas de ciudad fortaleza, pero el mar, a menos de una legua, ni siquiera se adivina. Hay una exposición de cartografías de la ciudad en la Beneficencia. Nada nuevo, pero habrá que ir a verla. Para ver el perfil de murallas y torres de Valencia.

Las campanadas de Santa Catalina, que se escuchan a su hora en el hotel donde vivo, son señal acústica antigua que anunciaba peligro. La guía municipal del Casco Viejo ha tenido la gracia de registrar en un itinerario de apenas nueve paradas una muy particular: el jardín del Palau de la Generalitat que se abre a la plaza de la Virgen oculta en subterráneo un refugio antiaéreo construido en 1936 para librarse de los bombardeos italianos y alemanes sobre la población civil. ¡Qué salvajada!  En lugar de campanadas, sirenas de alerta. Hace no sé si cinco años, vi en la Beneficencia, o en el museo de La Nau (la universidad) una exposición que trataba, en parte, de eso: de la guerra civil en Valencia, cuando la ciudad fue capital de la República. La historia es tremenda. Max Aub la tiene contada por activa y pasiva. Eco cero. Y, sin embargo, aparecen los aviones que tiran bombas, el río que se desmadra, las imágenes de los mapas del Padre Tosca y demás, y no hay una sola imagen de Valencia vista desde el mar.

Al puerto no se llega así como así. La Avinguda del Port, que va desde el Puente de Aragón hasta el Grau –el Puerto-, llega hasta la Estación Marítima, con su elegante Torre del Reloj y sus tinglados adyacentes, travestidos todos en fondeaderos y almacenes para la llamada America Cup. Un engaño. En la última esquina de la Avinguda, ya frente al mar, sobrevive la taberna de Calabuig como un fósil. Cambiadísima. Ahora es el Nou Calabuig. El edificio, exento tras tantos derribos, parece un cromo suelto.

Al mar se llega desde la Valencia central por varias vías. El tren de Cercanías lleva desde Norte a Cabañal con una parada en ese desierto urbano que es la Font de Sant Lluis. Antes que desierto, la tierra fue de naranjos, agaves y cereal. Se puede llegar en tranvía hasta Doctor Lluch, o la Marina, o el Canyamelar, o las Arenas. Y conviene hacerlo en autobús: el 1, el 19 o el 32. Nunca había bajado hasta la Malvarrosa en el 1, que ayer cogí en la Porta del Mar, y creo que es la ruta más recomendable, porque te evitas paradas gratuitas y cruzas por Menorca, la Serrería, Blas de Lezo y Luis Peixó sin demoras. Te desvías por una perpendicular frente a la Politécnica, enfilas la calle de la Gran Canaria y de pronto apareces en la rotonda de la Malvarrosa, y la playa toda, llana, inmensa, blanca, y el horizonte azul y gaseoso. Sí, sí, el 1. El 19 viene culebreando demasiado. El 32 ataca Mestalla y la impersonal avenida de Blasco Ibáñez, puro Miami, trazada con la sola idea de destruir el barrio magia imposible de la Valencia pescadora: el Cabanyal, paisaje utópico de los ecourbanistas, la lujosa pobreza, el alma de los barrios marineros del Mediterráneo. Tantas palmeras, por tanto. Tantas redes, tanta sal, tanta mojama y tanta luz.

Estaba abierta la casa museo de Blasco Ibáñez, junto a la rotonda de la terminal de autobuses. Pero quíén va a pararse una mañana de domingo a pleno sol –sol de cara, viento suave de levante- con el paseo franco. Los surtidores de la Rosa de los Vientos, una de las pocas esculturas modernas neorracionalistas, no manaban, cerrados los grifos. Sin agua a chorro, la escultura –una barca velera de pesca- parece varada. No lejos, en el paseo paralelo de palmeras, hay una barca de pesca de verdad, pintada de azul y blanco, varada deliberadamente. Pintura de Sorolla. Sorolla es la playa. El puerto es otra cosa invisible.