BARQUIERITO. Cuaderno de Bitácora: "Caminito a Zaragoza"

Sábado, 22 de Abril de 2017 00:00
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Calatayud. 20 y 21 de abril

La más alta de las dos torres mudéjares de Calatayud es la de Santa María, que fue mezquita primero, como creo que todas las torres mudéjares de Aragón. Son casi 70 metros con campanario en la última arcada y chapitel bulboso con flecha o aguja. La idea del chapitel cristiano fue muy oportuna porque todas las crestas de las murallas y cuatro de los cinco castillos árabes están poblados de cigüeñas en esta época. Oí esta tarde contar a un paisano que tienen intención de quedarse. El guano de las cigüeñas es tan pérfido como una invasora cabalgata de termitas.

La torre de San Andrés, defendida por otro chapitel, no es tan esbelta, pero es de base más ancha –no me he parado a medirlas- y en eso se distingue. El entorno de Santa María está relativamente cuidado. El pórtico de alabastro, de innegable influencia francesa, es una maravilla. Y el tejadillo que lo resguarda, de madera pintada con motivos indescifrables, otra.

Lo ideal sería ver exentas las dos torres, pero se correrían riesgos carísimos. Los templos cristianos son, comparados con las torres, del todo irrelevante. En el de San Andrés, ha colocado un infame pegote de ladrillo de hace dos semanas para hacerle hueco a una estatua de Alfonso el Batallador, el rey aragonés que dio a Calatayud su fuero de ciudad hace nueve siglos o algo así. La estatua pertenece al aborrecible género de los bronces de dimensiones humanas, ¿hiperrealistas?, que ha hecho estragos en tantas ciudades españolas.

En la vieja plaza del Mercado –la Plaza de España, que es una rara ruina porticada- hay una estatua de una vendedora de fruta con su refajo, su mandil y su moño, su puesto y sus cestas de tomates, melocotones y borrajas. Y un letrero que dice rendir homenaje a los mercaderes. Cuando mercado, la plaza, de traza aragonesa tradicional –cuadrangular, simétrica, viviendas de dos o tres alturas con revoco de colores-, debió de ser una fiesta porque la comarca es rica en viandas de la huerta.

El Jalón es un río generoso y en sus muchas vegas, desde Alhama hasta la confluencia del Jiloca, se dan casi todos los frutales posibles y verduras muy varias. La fama la tiene la borraja, pero no solo la borraja, también los cardos, las coles, los tomates, la berenjena, el calabacín, el pimiento.

He comido en La Brasa, en el lindo paseo de las Cortes de Aragón, un pisto memorable. Tanto que me hubiera comido otro, y otro de postre. No me atreví. En la comarca se rinde culto al olivo, pero el aceite de La Brasa no era del país. El del desayuno del hotel, tampoco. El vino de garnacha, con su D.O.Calatayud, sí se cuela por todos los rincones. No es vino para tapear. Por denso, de lento beber. Pero, si no hay más remedio, se pasa. Con una muselina de ajetes y ajos que bañaba un lomito de merluza el vino del país se aviene.

No sé si La Brasa es el mejor sitio para comer de toda la ciudad. Las redes sociales hablan del Escartín, que está junto a la Puerta de Zaragoza, algo lejos del paseo, y del restaurante del Hotel del Monasterio Benedictino, al lado del Escartín, pero no he tenido tiempo para tanta cata. Llegué ayer a mediodía y no vine a comer, sino en busca de Baltasar Gracián, que nació aquí cerca, en Belmonte, orillas del río Perejiles, y, sobre todo, dispuesto a admirar las torres.

Ninguna de las dos, siendo cosa seria, llega a los niveles de las obras maestras de Zaragoza capital y, desde luego, Teruel, donde inventaron los moriscos una técnica de receta secreta. He tenido la impresión de que tanto Santa María como San Andrés están ligeramente inclinadas. El caserío del entorno no deja apreciarlo del todo bien porque la parte alta de la ciudad –no solo la empinadísima Morería o la escalonada Judería- es una madeja de cuestas y desniveles.

De San Andrés hacia los castillos, son mayoría de las viviendas deshabitadas, ruinas de adobe. La judería está más poblada –hay dos o tres casitas rurales- y, aunque las casas son pobres, los suelos están asfaltados, hay escaleras y barandillas y está limpio. Se llama aquí castillos a las crestas pedregosas o calcáreas en torno a las cuales se asentó la fortaleza musulmana en el siglo octavo. La erosión eólica modeló al pie de los castillos un extraño paisaje, abrupto, inhóspito.

He subido hasta el pie del Castillo de Ayud, donde se ha reconstruido un fortín sin fundamento, y he visto, al descender por el Barrio Picado –desnivel de un treinta y tantos por cierto- que las cuevas de las faldas de los farallones han estado habitadas hasta hace poco tiempo. Todavía hay trogloditas en activo. Hay alguna casita linda, tejada, con detalles de añil o mandarina en la fachada, y ventanas pintadas de verde oliva, y sus palmeras, buganvillas y manzanos. Y un gato apostado en el vértice del muro.

Los restos de distintas murallas están salpicados a capricho. En el punto donde convergen la calle de la Morería, la del Barrio Picado y la de los Espinos se alza un chaletito mediterráneo con sus macetas de geranios. La plaza de San Juan el Viejo, desde donde se inicia la escalada al Ayud, es muy graciosa. Un caño de agua potable. Y dos mimosas de altísimo porte y rica fronda ya en flor. Algunas de las casas y cuevas tienen nombre y  dueño: La Casa del Gallego, la del Tío Jordán.

Para distinguir en razón la elegante silueta de las dos torres lo mejor es subir hasta el mirador abierto en la cota de la morería. Hacía mucho calor, sol poderoso y viento seco, pero valió la pena. El efecto óptico es de torres exentas. No son las únicas, pero sí las más puras. Las locuras del barroco cristiano se cargaron la torreo de la Colegiata en el siglo XVII; la de San Pedro de los Francos, en la rúa de Dato, amenazaba caerse en 1840 y la desmocharon casi de un día para otro; la San Juan el Real, está demasiado intervenida.

El soto ajardinado de las dos márgenes del Jalón, antes de llegar al meandro y también después, está bastante logrado. Sobre todo, el de la derecha, con una senda vallada y suavizada por una línea de álamos. Jugadores de petanca, niños en los columpios, muchos rumanos. El viento hacía sonar la fronda con un poco de melancolía. Por lo demás, descubrí que los carillones y los campanarios de la ciudad no están sincronizados. Oí dar las siete de la tarde no menos de siete veces. La primera, en el antiguo Ayuntamiento, en la plaza del Mercado. Reconocí el sonido porque el paseo de mediodía me pilló justamente delante. Luego, dejé de contar las horas. No sirve de nada.

Postdata para los íntimos.- Camino de la concurso de Zaragoza y de la corrida de San Jorge, que es de Algarra y va a embestir. No solo de toros vive el hombre. Salud!