BARQUERITO. Escritos de confinamiento. Segunda Parte (21)

Domingo, 24 de Mayo de 2020 00:00
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El viernes hizo oficial Joxin Iriarte la noticia cantada de que este año se suspendían los toros de Azpeitia, punto capital de las fiestas de San Ignacio. Joxin es el presidente de una comisión taurina rigurosa en la elección de ganaderías. Al modo de la Casa de Misericordia, en Azpeitia se apalabran primero los toros y, luego, los toreros. La pequeña plaza de toros es un recinto delicioso. El ambiente, serio. La banda municipal de música, siempre empastada, afinada y a punto. Azpeitia, pueblo natal de San Ignacio de Loyola, es patria de excelentes organistas. El penúltimo, José Luis Frantzesena, fue director de la banda que ahora dirige su hijo. El texto viejo es la crónica de una corrida severa y seria de Cuadri jugada en la feria de Azpeitia de 2016 que dio un imponente y excelente cuarto toro. Con él estuvo muy inspirado y ajustado Luis Antonio Gaspar, Paulita.aragonés de Alagón, torero de sensibilidad, artista natural. Era la primera vez que se vestía de luces en esa temporada. Mérito mayúsculo.

Y una bitácora errática.

 

EL DIARIO VASCO. Crónica de la corrida de Azpeitia. 31 de julio de 2016

PAULITA, GRAN TRIUNFO

Faena de talento, ritmo y riesgo con un extraordinario y encastado cuarto toro de Cuadri que estaba a punto de cumplir los seis años. Corrida de seria conducta. Valor sin límites de Sergio Serrano con lote duro.

Barquerito

Azpeitia. 2ª de feria. 3.100 almas. Nubes y claros, templado. Dos horas y treinta y cinco minutos de función. Seis toros de Cuadri. Paulita, oreja y oreja. Pérez Mota, silencio tras aviso en los dos. Sergio Serrano, saludos y silencio tras dos avisos.

LA CORRIDA DE CUADRI fue monumental. No se esperaba menos pero tampoco tanto. Solo por setenta y cinco kilos no llegó a alcanzarse el promedio temible de los 600, la frontera del miedo. No fue corrida particularmente ofensiva, porque en casa de los Cuadri no se dan ni el toro cornalón ni el descarado tampoco. Abundan los gachos, los acapachados, los acucharados. No se mide el toro de Cuadri precisamente por la cara sino por el cuajo: los pechos, las culatas, las panzas ventrudas. Los quilates no tanto como los kilos.

Incluso en el caso de esta corrida de Azpeitia, que vino un año más con su vitola de guinda y emblema de una feria torista. La seriedad de conducta fue común a los seis toros del envío. Cada uno de ellos, con su particular sello, pues, pese a ser ganadería corta, la de Cuadri es, además, vacada abierta de sementales y líneas. Líneas comunes y reconocibles. No hay toro más hondo en el campo español que el de Cuadri. Tanto como pueda serlo en Portugal el toro de los Palha –el ganadero Joao Folque de Mendoça, ayer en una barrera- o en Francia el de los herederos de Hubert Yonnet. Toros largos, anchos, tridimensimales. Aparecieron como locomotoras. La pinta negra zaina tan definitoria. Los bufidos brutales al tomar engaño. Sus embestidas densísimas y, por eso, singulares. Un toro turbulento en los ataques. Pero muy temible al tardear, esperar o probar.

La cita de Cuadri respondió en taquilla. Solo que la noticia de la tempestad del pasado sábado había corrido como la pólvora, el pronóstico del tiempo no animaba demasiado y costaba imaginar que en menos de cuatro horas pudiera acondicionarse o adecentarse un ruedo tan castigado por la última tromba de agua y hasta por la lluvia de la mañana. Bombearon el agua como por arte de magia, se parcheó con serrín las zonas más castigadas del ruedo, se levantaron los lodos. Algo resbaladizo el piso, pero se podía estar. Los toros se sostuvieron muy en firme y resistieron hasta el último aliento.

Dentro de la corrida vino un cuarto toro, Puntero, de casi seis años –habría cumplido el tope reglamentario de edad dentro de tres meses- que dio en báscula 570 kilos. Más bajo de agujas y corto de manos que los demás. Más largo que cualquiera. Ligeramente acarnerado, lo cual es rareza en la ganadería. Ese toro raro, largo y viejo, hondo como el que más, fue el toro de la corrida y de cuanto va de feria, que hoy termina. Fue un toro extraordinario.

Al ataque y pronto de salida pero descolgando ya en el primer lance de Paulita; encelado y fijo en un primer puyazo cobrado contra los pechos del caballo; escupido sorprendentemente de una segunda vara resuelta con un mero refilonazo; dolido en banderillas; y, en fin, lo fundamental: unas estiradas de calidad singular, viajes humillados, repeticiones templadas, fijeza más que llamativa. Nobleza, que no suele ser transparente en la ganadería.

A la altura de la categoría del toro estuvieron las emociones que con él provocó Paulita en una faena de tanta entrega como sensibilidad. Era la primera vez que Paulita se vestía de luces esta temporada. Solo hace un año un toro de Cuadri estuvo a punto de cortarle la yugular aquí mismo. No contaron ni una cosa ni otra. La faena, brindada al doctor Goico, jefe del equipo médico de la plaza, fue de una determinación inmaculada. Firme asiento –ni un paso perdido-, ligazón, suaves toques y el ajuste preciso y posible. Claras las ideas desde la primera de tres tandas de tres o cuatro en redondo, las tres rematadas con el de pecho, de largar el toro por delante y todo lo largo que era. Un intento sin brillo con la mano izquierda, hasta que, luego de  una cuarta tanda redonda abrochada con un cambio de mano, volvió Paulita a la zurda, a poner el cebo al toro en el hocico y a dibujar una serie de logro mayor. Antes de la igualada, una tanda final de naturales de frente cobrados de uno en uno. Y una estocada hasta la bola, con pérdida de engaño y arreón tremendo del toro a querencia y persiguiendo a Paulita, que estuvo a punto de perder pie antes de ganar la tronera. Un clamor. Memorable.

Ese cuarto toro y ese trabajo tan serio de Paulita –hubo en el recibo del toro tres lances genuflexos de mucho valor- hicieron sombra a todo lo demás, que no fue poco. El primer toro del propio Paulita, muy noble, le dejó componer, ir ganando confianza de lance en lance y hasta construir una faena no tan cara como la que iba a venir después, pero salpicada de detalles de gracia, la gracia natural. Una notable estocada. Hubo premio. El segundo cuadri salió de los que se aploman: cortos viajes, se quedó debajo más de una vez. Por alto, en los de pecho, sí; por abajo, ni una broma. Gobernó la cosa Pérez Mota pero sin meterse en terrenos minados. Una estocada atravesada, precedida de dos pinchazos, fallos al descabellar.

El tercero fue el hueso más amargo de la corrida: mirón, revoltoso, reservón, de sentido, de pegar tornillazos. Estuvo valentísimo Sergio Serrano, que hizo pasar miedo a la gente. También el segundo del lote de Pérez Mota se aplomó. Toro de los de hacer sufrir al torero. Por incierto. El sexto, el que pasó los 600 kilos de sobra, descomunal, un pitón tronchado, se dejó media vida en el caballo, tres puyazos –el tercero, sin voluntad de serlo- y tuvo en la multa estilo probón de toro agarrado al piso. Otra exhibición de valor sin cuento ni trampa ni cartón de Sergio Serrano, que se dejaba ver, se cruzaba y ofrecía, y hasta le bajó la mano al toro en dos tandas de poder. No entró la espada.

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DE PASEO. CdBitácora. 24 de mayo. 2020

Flores, gatos, perros, peces, pájaros de felpa. El patíbulo de la Cebada. La patria de Isaac Albéniz. El puesto perdido de golosos. Dos herbolarios

HAY UN LOCAL en la plaza de la Cebada, el Cesflor, donde pelan y peinan perros. Pero no es una peluquería como la de la calle Segovia, tan cara, tan exclusiva. O sea, tan excluyente. Solo perros. Nada más, nadie más. La tienda de la plaza, que no del mercado, fue en principio florería dedicada a la venta de semillas y útiles de huerto y jardinería, pero se acabó pasando al negocio del mundo animal, que es mucho más rentable. El perro urbano y el gato casero son grandes consumidores. En el mercado no se permite el acceso de perros. Los gatos salen de casa enjaulados y solo para el médico o de viaje. No tendría sentido montar una peluquería.

En la planta baja, junto a la salida de la calle de la Cebada –así se llamaba hasta hace nada  el flanco sur de la plaza-, están a punto de abrir cuatro puestos de herboristería, todos seguidos y juntos, pero con cierres separados. No se descarta que puedan vender cosmética para animales. Ahí mismo estuvo un herbolario muy casero que echó en verano el cierre definitivo. Había dejado de abrir por la tarde. Se veía vacío a pesar de su oferta de mieles, de cremas y ungüentos milagrosos,  y de jabones y tisanas artesanales.

Enfrente, de cara a la escalera con rampa de salida, un comercio diferente que cerró un mes antes de propagarse la plaga. Un puesto de exquisiteces –delicatessen- que había ido perdiendo el favor del cliente accidental. Era de un solo módulo sencillo, raros en el mercado. Suculenta oferta. Pasta seca italiana de marcas famosas, fiambres italianos, con la mortadela de Bolonia de protagonista; galletas catalanas de Casa Birba en caja metálica con la imagen del puente sobre el río Ter de Camprodón, el pueblo pirenaico que da nombre al valle y donde se fabrican las galletas, únicas.

Ahí vino al mundo, hijo de un aduanero alavés y madre catalana, el virtuoso pianista y compositor Isaac Albéniz, bisabuelo del antepenúltimo alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, tan hostil a la supervivencia de los mercados de barrio. El de la Cebada parecía condenado a muerte. La plaza misma fue escenario de ejecuciones sumarias a la vista del público. Una placa en una de las viviendas de la acera del teatro homenajea a Rafael del Riego, el general cabeza visible del levantamiento de 1820 contra el absolutismo despótico del rey Fernando VII y solo tres años después ahorcado y degollado en el patíbulo de la Cebada.

Las galletas de Camprodón, y los abanicos y barquillos de Montblanc, de Casa Rifacli. Vinos selectos de compañía: moscateles, champán de Reims, espumosos italianos. Y patés franceses de ave en tarrina de vidrio, fuagrás de pato micui de marcas francesas, vascas o navarras; quesos y aceites de renombre, la torta extremeña de La Serena, las medias frascas precintadas de oliva virgen de Baena; orujos gallegos y guindas en almíbar; chocolates belgas; salmón noruego sin ahumar o marinado; conservas cántabras tan complejas como la olla ferroviaria o el cocido montañés.

Demasiado lujo para un mercado de barrio tan en cuarentena como este. Una cuarentena de más de veinte años. No cabe acogerse a los daños colaterales de la pandemia, sino al efecto devastador de los centros comerciales, los súperes, los híperes, lo macros y el dos por uno y el tres por dos. Y la crisis de Lehman Brothers, que quitó a cualquiera las ganas de comer.

En el periodo interfases de Madrid durante la última quincena de confino las peluquerías, caninas o no, han pasado a tenerse por servicio esencial. Las floristerías o florerías también. Solo por subsistir, los comercios pequeños y medianos de barrio tuvieron que diversificarse. Cayó por su peso que una tienda de semillas no sobrada de clientes ni márgenes cambiara de bando. No del todo. En un anaquel a la puerta del Cesflor se exponen para venta pequeñas macetas con planta sembrada y crecedera.Meras matas de menta, perejil, romero o lavandas recién nacidas. Cuesta creer que esa seca larva de lavanda pueda convertise en florido placer, néctar, color de paisaje.

El escaparate lo ocupan reclamos y publicidad para animales. Arena sanitaria y comida especializada de marcas multinacionales para los gatos. Carnes picadas para los perros. Se les tiene por voraces. Cremas alemanas para pezuñas, cubículos acolchados donde dormitar, lebrillos sofisticados, fuentecillas. Casetas de perro, se dijo siempre, pero ahora parece expresión peyorativa y se ha dejado de usar.

En un espacio interior muy cuidado, para unos y otros, galletas de recompensa, píldoras vitamínicas, cepillos, peines, bebederos, bandejas, esponjas, almohadones acolchados, huesos de juguete, pelotas de amarrar entre las fauces, correas, cascabeles, collares, bozales y mascarillas. La ley del bienestar animal. Hay jaulas acristaladas y comederos de alpiste, pero no pájaros vivos, sino simulados de felpa de colores. Y hay, en fin, peceras vacías a la vista y, sobre todo, una docena de acuarios montados y ajustados a una pared. En todos ellos conviven con luz artificial los siempre misteriosos peces. Muchísimos.

En un pasillo lateral junto al mostrador de caja, macetas, maceteros y un largo catálogo  de semillas de flores y plantas ocupan la pared opuesta a la de los acuarios. Los sobres de colores donde se guardan son tentadores. Se ve en la cara la flor crecida: geranios, claveles, gladiolos, que tienen fama de difíciles y están por cierto en temporada. Y en el anverso, las notas científicas: los consejos de fecha de siembra y cultivo, las dosis de riego, cautelas. Lo mismo reza para sobres de plantas varias: cebollas francesas, espárragos, ciruelas, puerros, guisantes del Maresme. Sacos de abono y tierra de compostaje, guantes, tijeras, rastrillos, linternas. De modo que la peluquería canina será, después de todo, un servicio menor. Parece que el comercio se defiende bien.

No así el bazar chino de casi al lado, el que hace esquina con la calle Toledo. La caída de ventas del plástico ha “castigado al sector”, como suele decirse. Las cajas y cajoneras de plástico están en rebajas como si fueran piezas fuera de catálogo. Se amontonan unas encima de otras pero apoyadas no sobre la base sino de perfil. Crean una pantalla opaca. Las pantallas opacas, los pasillos discretamente vigilados, un olor a armario cerrado y una iluminación tan solo suficiente eran notas comunes de los bazares chinos, que se están reconvirtiendo como cualquier comercio de barrio. El pequeño comercio, que dejó de ser el tejido nervioso de los barrios y las ciudades. Y sobrevive a la pandemia con respiración asistida.

 

Última actualización en Domingo, 24 de Mayo de 2020 20:02