DIARIO DE SEVILLA. DEL DIOS TORO. 7 de abril de 2005
MORIR DE BRAVO, MÁGICO ASUNTO
Barquerito
VICTORINO ha tenido en Sevilla desigual fortuna. Como cualquier ganadero. En eso se parece a los demás. Se tomó mucho tiempo antes de lidiar en la Maestranza. Más de un cuarto de siglo. Llevaba tiempo siendo el más célebre criador de toros del mundo, o de esta parte del mundo, pero no había manera de que en Sevilla le compraran una corrida. ¿Las razones? Las de siempre: dinero y vanidad. Cuestión de poder.
En apariencia, cuestión de encaje. Que el ganadero y sus toros no encajan en Sevilla, decían. Que aquí esa clase de toro no. El cuento del alfajor, según dicho de la tierra. Además de dinero, vanidad y poder, algún enredo florentino.
Hace nueve años se pusieron de acuerdo quienes tenían que hacerlo y Victorino lidió por fin en la Feria de Abril. Una gran corrida. Victorino, tan locuaz, hizo entonces una observación muy justa. Dijo que lo que más le había gustado de aquella corrida de su debut era la manera en que el público la había estado siguiendo. Los rumores y los silencios con que se estuvo subrayando cada gesto. Como es costumbre del ganadero, la corrida fue de diversa conducta. Uno de los toros de aquella tarde cruzó el ruedo de punta a punta con una estocada perpendicular y delantera enterrada hasta los gavilanes. Una agonía interminable.
El toro aquél, uno de los del lote de Ortega Cano, dobló al fin en tablas, pero en las tablas de enfrente, que no es lo mismo. Cuando un toro hace el menor amago de tablas, aunque sólo sea buscarlas con la mirada, en la Maestranza se capta perfectamente el murmullo de decepción. No hay plaza de toros española donde mejor se perciba ese detalle. La Maestranza, además, es plaza de querencias poco definidas. Será por las dimensiones tan particulares de su ruedo oval. O por la misma ubicación de la plaza en el centro de una ciudad bien poblada. O por la disposición casi en cruz de sus cuatro portones: el de las cuadras, el de arrastre, el de toriles y el del palco principal. O será porque la estancia de los toros en los corrales es muy corta, y es corta porque no hay sitio. Y que no lo haya habiendo tanto... O será porque los ecos de la plaza tienen un muy particular compás que de alguna manera tendrá que afectar a un animal de tan fino oído como el toro.
Aquel toro del debut de Victorino en Sevilla tuvo, en fin, una muerte de las que se quedan grabadas. Uno de los de ayer también. Fue el cuarto. Vale la pena recordar la escena. Un toro es más una vida que una muerte, desde luego, pero no hay nadie que convoque a su muerte a tanta gente como un toro. Ni muerte que más se mida y espere o tanto se deje mirar y admirar. Por norma, contamos la muerte a partir del momento en que entra la espada toda. A este cuarto lo hirió Uceda Leal de estocada trasera y tendida. Uceda tiene fama justa de ser con la espada el mejor del escalafón. Una facilidad espectacular. Jamás le veréis perder la muleta en el embroque. Ni afligirse ni irse ni apuntar sino arriba. Del embroque le salen a veces casi rodados los toros. El primer victorino de los de ayer, por ejemplo. Un toro de dura correa que no terminó ni de romper ni de entregarse. Toros de esa condición han hecho penar a muchos toreros con la espada o con el descabello.
Como el cuarto era arremangado y veleto de pitones, pasar con la espada no era fácil, pero pasó Uceda. Las estocadas tendidas y traseras suelen demorar la muerte. Pasó eso, pero pasó enseguida. El toro, sostenido entre las dos rayas y donde había cobrado Uceda la estocada, pareció nublarse y anunciar que iba a doblar de seguido.
Pero no. De golpe, tomó el camino de los medios. Un momento antológico. Fue subrayado casi con un ole. Podía hasta haberse arrancado la música. Pero justo cuando el toro enfilaba los medios, un inoportuno toque de capote vino a reclamarlo y detenerlo. ¡Qué lástima, qué injusto trato! La gente quería ver el toro hasta el final. Y lo vio pero no con la misma grandeza. Grandeza hubo, porque al borde de la segunda raya resistió el toro todavía un buen rato. La ovación fue de gala. Aunque no se viera bien en el caballo, porque se lidió sin tiento, bravo fue el toro, además. Y en los tres tercios: un chorro en el capote, un pequeño vendaval en banderillas, una quemazón constante en la muleta. Y esa muerte.
Victorino tiene el uso o el abuso, o el vicio o la virtud, de echar corridas de tres y tres, que quiere decir en la jerga tres toros buenos y tres que no tanto. El mejor entre los buenos fue uno que se arrastró sin las orejas, que se las cortó El Cid. No hay ganadero a quien no le gusten los toros buenos propios. Incluso a Victorino, tan amante de remar contra corriente desde que echó los dientes. O desde que empezó a criar. Toros de varias marcas pero no todas.
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CdBitácora. 30 de abril. 2020
TAHONA, BARRIO, PRUNOS, NARANJOS
DE TODOS LOS árboles del barrio los más castigados son los prunos. Y si no lo son, lo parece. Lo privativo del pruno es el color púrpura de sus hojas, y su flor, semejante a la del cerezo en forma y fondo. Son de la familia. Flor muy efímera, de pobre asiento, frágil. En la esquina de Cuchilleros y Puerta Cerrada plantaron hace mucho un pruno que ha sufrido durante años la agresión severa del tráfico de subida y bajada de la calle Segovia. Mustias y ennegrecidas las hojas apenas brotar y, sin embargo, resistentes. Como si fueran de bronce.
¿Recuperar su color puro? Todavía no. No se ha cumplido aún la segunda cuarentena de confinamiento en Madrid. Sería necesaria una tercera para recobrar su esencia ya, que no la vida ni su función. Leí que las hojas del pruno, como la del ligustre japonés, son contrapunto de la contaminación por los gases urbanos malignos. Solo que pagan una cara tarifa: perder el brillo del color, oscurecerse como su propia sombra. El pruno es bastante frondoso, de copa irregular, relativamente desordenada.
De camino hacia el Moega, la tahona de la calle del León, reparé esta mañana en los prunos de Tirso de Molina, que pillan casi de paso porque las tres paradas de autobús casi juntas, con sus tres marquesinas y sus mamparas publicitarias, acaparan el protagonismo del espacio entero. El porte de los plátanos de paseo, contorno del cogollo de la plaza, se encarga del resto.
De los siete y ya ocho autobuses con parada, cinco giran en el cruce de Doctor Corteza y solo tres enfilan Magdalena. Los prunos están sembrados después del cruce. La calle Magdalena ha estado cerrada por obras y averías casi un año. La congestión en la plaza de Benavente ha sido monumental en las horas punta, que son unas cuantas. Para los viajeros de autobús, un castigo.
Y, sí, el metro ahí mismo, con dos accesos, el segundo de ellos a pie de prunos, pero no es lo mismo. Desde la ventanilla de un vagón de metro no se puede contemplar ningún paisaje que no sea el de figuras humanas. Un viaje en metro puede ser germen de claustrofobia sobrevenida. Conviene como paliativo hacer recuento del calzado de los viajeros y descubrir que el zapato es de uso muy minoritario. El zapato de piel. “Hecho en España”, se anuncia en los escaparates de las zapaterías de barrio, que han ido desapareciendo poco a poco de la misma manera que los astros declinantes van perdiendo luz hasta devenir fantasmas celestes. Perder la luz: la enfermedad silente del pruno de ciudad.
Gracias a las interminables obras de Magdalena el color de las hojas de los prunos de Tirso de Molina revivió. Igual que el color de pinturas clásicas una vez restauradas en talleres de refinada alquimia. Sea Velázquez, tan pródigo en el uso de la púrpura. Sea Goya, que también. Sea quien sea. El púrpura es tono de contraste, una mancha en un paisaje. El de las hojas del pruno, de una sutileza extraordinaria. Esta mañana comprobé con asombro que las de Tirso de Molina se habían vuelto transparentes y que por ellas se filtraba la luz todavía tibia de una mañana fresca de primavera.
El triángulo de Tirso de Molina es una estación de paso y a pie hasta Antón Martín. De nuevo el Moega, la panadería gallega de León, obrador a la vista, un milagro de espacio mínimo y suprema calidad. Se habían agotado las hogazas de centeno integral con nueces, y las de nueces y pasas también, y he decidido catar el molde de espelta y maíz atraído por su raro aroma y su parda corteza. Y una botellita de aceite de oliva virgen, marca Aledo, de Martos, provincia de Jaén.
Si el pan es bueno, pensé un día, lo será el aceite que patrocina el panadero. Sabia deducción. No me preguntes de qué familia de aceitunas se trata, solo sé que destapas la botella, como si descorcharas champaña, y te embriagas suavemente. Un perfume,
Pan, aceite y azúcar, merienda antigua. El Moega primero. Luego, pero no hoy, el locutorio de Antonio el peruano con impresora en color, el teatro Monumental ya rehabilitado. El mercado, de dos pisos y cuatro entradas por tres calles diferentes, rescatado de lo que parecía hace solo cinco años su cierre o ruina inminentes. El monumento a los abogados de Atocha. La Filmoteca, el escaparate de Viñas, las perspectivas de Salitre, Buenavista y San Cosme y San Damián en la bajada de Santa Isabel. El cimborrio postizo de San Lorenzo, catedral de Lavapiés. El monasterio y las escuelas de la Asunción, con su jardín secreto. El palacio de Fernán Núñez donde la Fundación de los Ferrocarriles, el Colegio de médicos, el Conservatorio –hermosa fachada principal, la acústica de sus auditorios-, la mole del Reina Sofía con sus ascensores de feria, la explanada de Drumen, de donde salían los autobuses de Getafe y Villaverde, que tomé de niño muchas veces. Y Atocha: la Estación de Mediodía, clamorosa.
En el vértice de los dos tramos catetos de Tirso de Molina, delante del viejo teatro del Progreso, hay plantados cinco naranjos en hilera. Menos a la vista todavía que los prunos. Tres de los cinco estaban en flor. Así que el golpe del azahar ha sido el regalo mayor de esta última expedición a la tahona de Moega. Una madre con una niña de tres años, no más, le ha enseñado a disfrutar del aroma. Sin éxito. La niña estaba a su bola y en busca del tesoro perdido: los balancines. El Ayuntamiento ha acordonado el pequeño parque infantil. ¿Por qué? No por qué sino para qué. Para levantar su suelo neumático, que será seguramente fuente de contagio.
He contado los kioscos de flores. Son ocho. Cerrados a cal y canto. El palacio recién restaurado, donde estuvo la sede de los Amigos de la Unesco –centro sospechoso y vigilado en los años del franquismo-, sigue precintado, esperando tiempos mejores. La fachada del Progreso que vierte a la calle Lavapiés es una tapia gigantesca, propia de una arquitectura severamente funcional pero no falta de estilo. Hay que saber mirarla. Leer sus detalles morunos. Pablo Picasso vivió en San Pedro Mártir, una de las cuatro calles que bajan de Tirso de Molina a Lavapiés. Lo recuerdan y evocan unas graciosas pinturas murales que festejaron el año de su centenario. Lavapiés norte. Aquí vivió Picasso. Solo un año.