Del hierro de Rehuelga cuatro toros notables y distintos, dos de ellos de cuajo descomunal, vuelta al ruedo para el quinto, que justificaron la semana torista de San Isidro.
Madrid, 7 jun. (COLPISA, Barquerito)
Miércoles, 7 de junio de 2017. Madrid. 28ª de San Isidro. Caluroso, estival. A plomo las banderas. 12.000 almas. Dos horas de función. Alberto Aguilar, intervenido en la enfermería al final de festejo de una contusión en el músculo vasto interno. Cinco toros de Rehuelga (Rafael Buendía Ramírez de Arellano) y uno -1º- de San Martín (Alberto Manuel), que completaba corrida. El quinto de Rehuelga, Liebre, número 20, 647 kilos, premiado con la vuelta al ruedo. Saludó el mayoral de Rehuelga al término de la corrida. Fernando Robleño, silencio y silencio tras un aviso. Alberto Aguilar, silencio y ovación. Pérez Mota, leves pitos y división. Buenos puyazos de El Legionario hijo, Juan Carlos Sánchez y Curro Vallejo a los tres últimos. Brega notable de Raúl Ruiz, que lidió segundo y quinto. Brillantes pares de Raúl Caricol y Juan Contreras, que saludó.
NUNCA SE HABÍA LIDADO en San Isidro una corrida de Rehuelga. Sí muchas, decenas de corridas de Joaquín Buendía. Todas con el hierro original de Santa Coloma, que dio nombre al encaste. Del legado de Buendía se hicieron tres partes hace veinte años. Rehuelga es una de ellas. El ganadero, Rafael Buendía, el menor de los hijos varones de don Joaquín. El estreno fue casi un llegar y besar el santo. Casi.
Pasaron reconocimiento cinco toros y no los seis debidos. Solo que el toro de complemento, de sangre santacoloma y del hierro de San Martín, rompió plaza y los cinco de Rehuelga se jugaron seguidos. Por ese detalle se tuvo la sensación de corrida completa. El toro de San Martín, playero, distraído y sin celo, dormida desgana, no se pareció en nada a otro del mismo hierro jugado de sobrero el pasado 9 de abril, que fue de nota. El primero de los de Rehuelga, segundo de sorteo, muy astifino, no fue el mejor de los cinco, sino el de menos entrega. Fueron los cuatro restantes los que vinieron a dejar marcada la corrida por su personalidad. Cinqueños los cinco. Las hechuras y el estilo, bastante diferentes, pero con un denominador común: la casta.
Casta que brotó a borbotones en un tercero de muy bello galopar y un sexto de codicia nada común. Casta traducida en la prontitud en varas y la fijeza en el peto aunque el saldo de las peleas fuera muy distinto. Los dos últimos fueron los de mejor nota. Tres puyazos tomo el uno y dos el otro, pero la fiereza de este sexto en varas llamó la atención. La corrida, en fin, estuvo siempre donde estuvo el toro, como pedía el clásico canon antiguo.
No solo por las dimensiones gigantescas de cuarto y quinto – 600 y 650 kilos respectivamente- sino también por su particular acento. La embestida casi delicada del quinto parecía imposible en un toro de tal magnitud. Pues fue posible y, a pesar de cuatro o cinco claudicaciones –la factura de los tres puyazos-, el ritmo fue constante, muy regular el aire al tomar engaño por las dos manos y, al cabo de larga faena, media docena de embestidas extraordinariamente pastueñas. Más frío, el cuarto fue harina de otro costal –hubo que tirar de él, engancharlo por el hocico y tragar paquete porque a veces, además de pensárselo, se vino al paso. El sexto embistió a chorros. El tercero también. La corrida se vivió entre clamores del sector torista de las Ventas, desde donde a voces se exigió celebrar el tercio de varas como si fuera una corrida concurso. Sin ser feliz, la idea calentó la corrida, que, a partir de la aparición del tercero, el mejor hecho de los seis, se embaló. Y se vivió como una fiesta.
La fiesta rebotó en contra de los tres matadores. Robleño salió del paso con el pegajoso, flojo y apagado toro de San Martín y se topó con una barrera de hielo cuando, firme y bien colocado, ajustó cuentas con el cuarto, esperándolo pero aguantando más de un punteo, y librando soberbios pases de pecho que no tuvieron eco alguno. Tampoco lo tuvo una tanda final con la izquierda bien labrada.
Los mayores reproches fueron para Pérez Mota, medido pero exigido hasta la exageración en función de las calidades y no de las dificultades de los dos toros tan bravos que tuvo delante. A los dos les pegó unos cuantos muletazos de gran belleza formal, y con los dos tuvo que perder pasos porque esa es la ley del toro de Santa Coloma cuando se encela o no se le abre antes de embraguetarse con él. Incluso el que no se revuelve, que fue el caso. Como ninguno de los dos toros estaba gobernado cuando Pérez Mota fue a cambiar de espada, se le echaron encima los que querían más y más. También lo querían los dos toros.
La balanza estuvo mucho más equilibrada en el caso de Alberto Aguilar y de su faena de tú a tú con el toro de los 650 kilos, que acabó teniendo en la mano, y eso fue muy difícil, pero al cabo de una faena por asaltos que fueron cayendo de las dos partes. Una maravilla la manera de venirse arriba el toro sin abdicar de su nobleza. Y también la forma de remontar el ambiente el torero de Fuencarral, que había salido despedido y golpeado en solo el tercer muletazo de apertura. El esfuerzo no tuvo apenas reconocimiento. Las corridas toristas son órdagos: todo o nada.