Una faena categórica, de entrega y calidad de Castella con un jandilla extraordinario que embistió casi a borbotones y fue premiado con la primera vuelta en el arrastre de la feria
Madrid, 26 may. (COLPISA, Barquerito)
Viernes, 26 de mayo de 2017. Madrid. 16ª de San Isidro. Bochorno. 24.000 almas, agotado el papel. Dos horas y cuarenta minutos de función. Cinco toros de Borja Domecq Noguera. Todos, con el hierro de Jandilla, salvo el tercero, de Vegahermosa. Y un sobrero -5º bis- de Toros de Salvador Domecq. El segundo de Jandilla, Hebreo, número 94, premiado con la vuelta al ruedo. Rivera Ordóñez “Paquirri”, que se despidió de Madrid, silencio en los dos. Sebastián Castella, oreja tras un aviso y saludos tras dos avisos. López Simón, palmas y silencio tras un aviso.
Fue mejor la corrida de Jandilla que el espectáculo. En primer lugar, porque los toros de mejor nota fueron los tres primeros. Y, luego, porque, al socaire de la desgana manifiesta de Rivera Ordóñez, el cuarto, tan noble como cualquiera de los tres primeros, pero tardo y sin celo, acabó por irse a las tablas. No solo por eso se apagó la fiesta: en un exceso gratuito, el palco devolvió después de picado el quinto, que, de aire distinto a los cuatro previos, se había soltado mucho. Su buen fondo se dejó sentir cuando Chacón se lo llevó corrido a una mano hasta un burladero en la contraquerencia.
Con la devolución se pudo admirar, por lo demás, el enésimo acierto, la sabia estrategia y la infinita destreza de Florito, que, decidió aliviar el trabajo de su tropa de bueyes, y optó por correr a punta de vara desde el callejón al toro como si lo toreara y, al llegar a la puerta de toriles, le pegó con la vara un gran pase de pecho. Único.
El quinto bis, sobrero, de una de las tres partes del legado de Salvador Domecq, cinqueño, remolón y revoltoso, embestidas recelosas y protestadas, solo sirvió para que la nobleza de los cuatro jandillas jugados por delante ganara en el contraste todavía más puntos. El último de corrida atacó en varas en bruto, fue algo pegajoso y se encontró los ánimos de la gente ya exhaustos. Eran las nueve y media de la noche. López Simón no lo vio claro ni pretendió verlo. Notoria la inseguridad. Ese mismo público había estado, sin embargo, jaleado y celebrando la faena de Castella con el sobrero, que tuvo brillante arranque –estatuarios cosidos con el del desdén, el de pecho y un natural- pero, fuera de eso, no pasó del terco arrimón que llevó, como muchas otras veces, al castigo de un aviso antes de pensar el torero de Béziers en cuadrar siquiera.
Antes de la farragosa deriva, sin embargo, se jugó en segundo lugar un toro de bandera, de nombre Hebreo, 520 kilos, seriedad en la cara, corto de manos, negro zaino. ¿El toro de la feria? Ya se verá. Fue un prodigio: no existe el toro perfecto. Pues este casi casi. Lo dio todo, con un ritmo singular entre la viveza y el temple, y una singular manera de enroscarse y descolgar por las dos manos.
Para que el toro, deslumbrante en cada viaje, luciera cuanto lució y durara lo que duró fue imprescindible la colaboración de Castella. A la par la entrega de toro y torero. A parecido nivel la intensidad desde el momento en que el toro se puso a embestir a borbotones y a repetir con parecida fiebre. La apertura de faena, más aparatosa que otra cosa, sujeta a la fórmula de los cambiados por la espalda y su coda habitual, fue algo impropia. Lo demás fue de categoría: el ajuste, la ligazón, la forma de tener Castella en la mano el toro, tanto toro por muy noble que fuera, las improvisaciones en los remates de tanda con cambios de mano en muletazos que llegaron a ser circulares de rosca completa ligados con el de pecho trazado limpio y ancho.
Fue faena de creciente intensidad. Éxtasis al desplantarse sin armas y de frente Castella casi en los medios. La gente pegaba botes. Media estocada, tardó en doblar el toro después de toser en paralelo con las tablas. Una oreja para cada uno: el toro, la suya, y Castella la otra. La besó después de recogerla. No era para menos. A la vuelta al ruedo del toro le faltó algo más de rito, más calma.
Rivera Ordóñez anduvo tan fácil como desmotivado con el primero de Jandilla, el primer toro que lidiaba en las Ventas Borja Domecq Noguera como titular del hierro. El pasado invierno le cedió los trastos su señor padre, Borja Domecq Solís. Un estreno incompleto pero no sin dichas mayúsculas. Al cuarto le pegó Rivera una de las mejores estocadas de la feria, la mejor de su firma en Madrid veinte años después de su confirmación de alternativa. López Simón no terminó de entenderse con el tercero, que, comparado con el segundo, pareció paradito. Y no.